domingo, 20 de mayo de 2007

El Viento Distante

En un extremo de la barraca el hombre fuma, mira su rostro en el espejo, el humo al fondo del cristal. La luz se apaga, y él ya no siente el humo y en la tiniebla nada se refleja.
El hombre está cubierto de sudor. La noche es densa y árida. El aire se ha detenido en la barraca. Sólo hay silencio en la feria ambulante.
Camina hasta el acuario, enciende un fósforo, lo deja arder y mira lo que yace bajo el agua. Entonces piensa en otros días, otro domingo, en otra noche que se llevó un viento distante, en otro tiempo que los separa y los divide como esa noche los apartan el agua y el dolor, la lenta oscuridad.
Para matar las horas, para olvidarnos de nosotros mismos, Adriana y yo vagamos por las desiertas calles de la aldea. En una plaza hallamos una feria ambulante y Adriana se obstinó en que subiéramos a algunos aparatos. Al bajar de la rueda de la fortuna, el látigo, las sillas voladoras, aún tuve puntería para abatir con diecisiete perdigones once oscilantes figuritas de plomo. Luego enlacé objetos de barro, resistí toques eléctricos y obtuve de un canario amaestrado un papel rojo que predecía mi porvenir.
Adriana era feliz regresando a una estéril infancia. Hastiados del amor, de las palabras, de todo lo que dejan las palabras, encontramos aquella tarde de domingo un sitio primitivo que concedía el olvido y la inocencia. Me negué a entrar en la casa de los espejos, y Adriana vio a orillas de la feria una barraca sola, miserable.
Y el hombre repite la eterna letanía:
-Pasen, señores: vean a Madreselva, la infeliz mujer que un castigo del cielo convirtió en tortuga. Vean a Madreselva, escuchen de su boca la narración de su tragedia.
Entramos, estaba vacia, oscura. Busque la salida a tientas. Mientras lo hacía, Adriana, silenciosa desapareció. Pero en su lugar había algo. Algo que escondio la cabeza en el caparazón, mientras lloraba, al comprenderlo.
El hombre toma en brazos a la tortuga para extraerla del acuario. El hombre se arrodilla, la besa y la atrae a su pecho. Nadie comprendería que esta solo, nadie entendería que la quiere, nadie comprendería que la extraña. Llora sobre su caparazón húmedo, sollozando lentamente su nombre: Adriana.

3 comentarios:

Celestina Tercioipelo dijo...

Acabas de lograr algo tremendo: el cuento ya era deprimente de por sí, y tú lo convertiste en trágico. Me encantó.

Oye, deberías de publicar aquí tus minificciones (aunque tal vez "publicar" no sea la palabra más adecuada, ¿verdadad?, jajaja).

Nos vemos prontito.

Karen dijo...

Ja, qué bueno que le gusto.Me esforzé. Bueno de hecho, no. Simplemente se me ocurrió. Fue instantanéo.Suele suceder, y siempre son los mejores. Los que son espontáneos. Sí, es buena idea lo de las minificciones, las subiré (suena más apropiado, ¿no?) jajaja.

Celestina Tercioipelo dijo...

Ya dijiste, ¿eh?